jueves, 10 de junio de 2010

Qué mala es la lluvia que sólo puedo ver yo, que sólo a mí me moja y que se mezcla con mis lágrimas. Todo es tan nuevo y al mismo tiempo tan rutinario, tan banal. Sigo viendo las mismas cosas de cada día, pero cuando las vuelvo a mirar, es como si las conociera por primera vez. Y vuelven las palabras redundantes. Y la subjetivación. Y las ganas de dejar de ganar en un juego que no me gusta.

Déjame quedarme en este refugio, al menos hasta que pase la tormenta. Permíteme vaciar aquí esta maraña de ideas que van y vienen sin haber nunca llegado. Déjame tu abrigo aunque tú también tengas frío, aunque a tí también te cale la lluvia, esta lluvia de perfumes, silencios y de palabras nunca dichas.

No creo en las causas perdidas. Únicamente se pierden cuando dejamos de luchar, cuando recogemos la maleta de nuestros sueños y nos marchamos muy lejos, tanto que no nos llegan las voces que gritan que regresemos y sólo oímos un eco, y quizá pensamos que son imaginaciones nuestras. Los sueños tienen dueño. Las metas, luchadores, y ellas sí que nunca nos abandonan, aunque huyamos, aunque corramos.

Durante mucho tiempo pensé que nada existía en realidad, que todo dependía del momento y del lugar y del modo en que se quisiera ver. Durante mucho tiempo creí ver -aunque me resista a reconocerlo- algo que quizá nunca fue, o que quizá es lo más grande que me podrá ocurrir en la vida. ¿Y no es bella la duda? Donde hay duda hay esperanza, y donde hay esperanza hay esfuerzo. Y esta concatenación no es más que la fuerza que envía el corazón, que la lucha por salir a la luz que llevan a cabo los instintos, la parte irracional que debería mostrar más a menudo.

Sonriamos por lo que nunca sucedió. Escribamos lo que nunca vimos. Retengamos en la mente lo que el viento, hace mucho tiempo, entre el sonido de los árboles y de hojas aplastadas, creyó susurrarnos.

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