jueves, 17 de junio de 2010

A veces tenemos que poner la razón por delante de los instintos, de los antojos, de las múltiples apetencias que con frecuencia nos tientan. A veces, aunque algo nos apetezca de un modo que creemos no controlar, aunque nuestras ganas de salir corriendo hacia ello parezcan maniatarnos, nos vemos obligados a pensar fríamente. El riesgo forma parte de la vida de muchos. Adoro el riesgo. Me gusta sentir como todos los poros de mi piel tiemblan llenos de pánico, porque eso es lo que me impulsa a actuar, eso es lo que enciende la chispa que me hace capaz de moverme.

El problema viene cuando un deseo es reprimido por la razón y pasamos el resto o buena parte de nuestra vida preguntándonos qué hubiera ocurrido de haber escogido la otra opción, the mad one, aquella por la que hubiéramos dado la vida sin pensarlo. Y qué difícil es renunciar mientras nos imaginamos sintiendo la felicidad tras alcanzar el deseo (porque esto es lo más cerca que estaremos de la felicidad, imaginándola). Porque en el fondo nos encanta sacar nuestro lado irresponsable, nuestro lado vividor.

Nunca he sabido si está bien eso de aprovechar el momento, de vivir al máximo cada oportunidad que te brinda la vida, sin pensarlo dos veces, sin meditar las consecuencias. Quizá si actuara así sería más feliz, estaría más contenta con mi vida y pensaría que merece la pena vivir sólo para gozar de esos pequeños momentos.

La felicidad no existe como tal, sino que es un conjunto de instantes. Cada instante es una gota, una pequeña parte del todo que la compone. El problema (o al menos el mío) es que esas gotas vienen con efecto retardado: no sabemos verlas y valorarlas hasta que no nos suceden cosas negativas, y entonces nos acordamos de ese pequeño instante de felicidad. Puede que ni recordemos el día en que pasó, ni con quien lo compartimos, pero sabemos que existió y que fuimos felices gracias a él. Si no fuese así, no sabríamos catalogar los instantes negativos como tales, no podríamos comparar lo malo de hoy con lo bueno de ayer o de mañana.

Y uno de los peores instantes negativos es el extrañar algo o alguien. Es curioso cómo echamos de menos, cómo sentimos un vacío tan grande en el pecho cuando pensamos en alguien que no está, o al menos que no lo está para nosotros. Parece que el resto del mundo deja de importarnos. Día a día vemos miles de rostros dispuestos a ayudarnos, dispuestos a ofrecernos su escucha e incluso su intervención, pero eso no da igual. Sólo podemos ver un rostro. Sólo podemos escuchar una voz. Por más que se nos grite, que se nos toque el hombro, nada ni nadie podrá disuadirnos de nuestra idea, de aquello que echamos de menos.

Y qué duras son las despedidas. Cómo duele no saber cuándo será la siguiente vez, la siguiente sonrisa, el siguiente acorde de nuestra canción. No podría contar las veces que habré dicho adiós a tantas cosas y a tanta gente. Había veces en que el adiós no lo expresé con palabras, sino que simplemente decidí recoger mi equipaje y marcharme, sin más, sin explicaciones, con argumentos que se caen por su propio peso.

Pero siempre volvemos. Siempre regresamos al punto de partida. Nacemos varias veces en la vida. Aprendemos a andar, a hablar, maduramos y volveremos a caer, y así una y otra vez. Infinitos ciclos vitales que se repiten.

Porque somos lo que somos y pensamos como pensamos. Por eso, aunque digamos que sí, aunque cubramos de falso orgullo nuestras acciones, aunque digamos "yo ya me fui", aunque contemos que muere el vínculo, siempre, siempre volvemos. Podremos empezar una nueva vida, caer y levantarnos. Podremos pedir ayuda, podremos darla. Podremos dar a los demás esos consejos que nunca supimos darnos a nosotros mismos, aun necesitándolos. Podremos fingir que olvidamos.

Pero nunca, aunque luchemos, podremos abandonar del todo nuestros sueños. Nunca podremos hacer oídos sordos a la melodía que tiempo atrás llenaba nuestra mente. Nunca podremos fingir que nos da igual lo que no nos lo da.

En el aire, en ningún tiempo y en todos a la vez, en ningún sitio y en todos los lugares, nuestros instantes, las pequeñas piezas que componen la felicidad de un puzzle llamado vida.

jueves, 10 de junio de 2010

Qué mala es la lluvia que sólo puedo ver yo, que sólo a mí me moja y que se mezcla con mis lágrimas. Todo es tan nuevo y al mismo tiempo tan rutinario, tan banal. Sigo viendo las mismas cosas de cada día, pero cuando las vuelvo a mirar, es como si las conociera por primera vez. Y vuelven las palabras redundantes. Y la subjetivación. Y las ganas de dejar de ganar en un juego que no me gusta.

Déjame quedarme en este refugio, al menos hasta que pase la tormenta. Permíteme vaciar aquí esta maraña de ideas que van y vienen sin haber nunca llegado. Déjame tu abrigo aunque tú también tengas frío, aunque a tí también te cale la lluvia, esta lluvia de perfumes, silencios y de palabras nunca dichas.

No creo en las causas perdidas. Únicamente se pierden cuando dejamos de luchar, cuando recogemos la maleta de nuestros sueños y nos marchamos muy lejos, tanto que no nos llegan las voces que gritan que regresemos y sólo oímos un eco, y quizá pensamos que son imaginaciones nuestras. Los sueños tienen dueño. Las metas, luchadores, y ellas sí que nunca nos abandonan, aunque huyamos, aunque corramos.

Durante mucho tiempo pensé que nada existía en realidad, que todo dependía del momento y del lugar y del modo en que se quisiera ver. Durante mucho tiempo creí ver -aunque me resista a reconocerlo- algo que quizá nunca fue, o que quizá es lo más grande que me podrá ocurrir en la vida. ¿Y no es bella la duda? Donde hay duda hay esperanza, y donde hay esperanza hay esfuerzo. Y esta concatenación no es más que la fuerza que envía el corazón, que la lucha por salir a la luz que llevan a cabo los instintos, la parte irracional que debería mostrar más a menudo.

Sonriamos por lo que nunca sucedió. Escribamos lo que nunca vimos. Retengamos en la mente lo que el viento, hace mucho tiempo, entre el sonido de los árboles y de hojas aplastadas, creyó susurrarnos.

LLUEVE

No sé por qué un día decidí huir, ni sé qué razón es la que mueve al hombre a hacerlo. Supongo que el miedo es quien nos incita a dar marcha atrás, a recoger los pedazos de nosotros mismos y dar media vuelta. En mi caso no fue el miedo, sino más bien la resignación que, una vez más, cansada de darme toquecitos de advertencia en el hombro, me gritaba al oído que abandonara mi lucha, que esto empezaba a no tener sentido, o es que quizá nunca lo había tenido. No sé si decir que me he ido quiere decir que me haya ido de verdad. No sé ni siquiera si alguna vez dije "me voy". Las decisiones repentinas son tan relativas, tan ricas en matices. Casi todo lo que pasó, pasa o pasará por mi mente es susceptible de perder su seriedad con un "y si". Pero no me preocupa. Digamos que he aprendido a vivir sabiendo que todo puede cambiar en cuestión de segundos: de repente, una mirada, un recuerdo, una promesa, un cambio de opinión. Así son las cosas.Quizá lo que he hecho se llama "cambiar de máscara", tal vez para no ser reconocida. El problema es que soy yo misma la que ha dejado de reconocerme. Me veo y no sé quién soy. Casi no recuerdo a aquella que sonreía simplemente por nada, porque un vago y simple pensamiento cruzara su mente. ¿Qué ha podido pasar? Yo no quería que esto llegara tan lejos, ni siquiera quería que la situación acabara. Sólo quería lograr mi sueño, sólo ser feliz en un mundo que se hacía cada vez más pequeño.Descorché mis ilusiones como quien descorcha una botella, sabiendo lo que ocurrirá a continuación. Me emborraché de sueños. Tuve un coma etílico de esperanzas falsas. Y desperté. Y volví a nacer. Y comencé a ver las cosas de otra manera. Empecé a ser consciente del tiempo y del lugar, y me di cuenta de que no se puede vivir en el futuro. Debemos planificarlo, pero nunca vivir en él. Y ése fue mi gran error. Me he marchado, o quizá no. Eso es algo que veremos con el tiempo. O no. Pero da igual. Vivamos hoy y pensemos mañana. Subjuntivicémonos. Hagámonos aire, fuego, lluvia. Brisa que susurra pero tiene miedo de hablarle al mágico silencio.